La guerra tiene reglas. Ni siquiera cuando todas las herramientas pacíficas fallan y dos Estados se enfrentan de manera directa pueden ignorar las normas que ellos mismos han aceptado cumplir. Esta es la base del derecho internacional humanitario, una serie de límites que tratan de proteger a civiles, heridos y prisioneros de guerra durante un conflicto armado. Parece de sentido común, pero a la vista de lo que ocurre en Gaza desde hace meses, merece la pena recordarlo
Desde octubre, Israel ha acabado con la vida de 173 trabajadores de Naciones Unidas y personal de Médicos Sin Fronteras, la Media Luna Roja y la agencia de cooperación nacional estadounidense. Ha lanzado cohetes contra muchas de las instalaciones de la ONU en la Franja, matando a 409 refugiados acogidos a su protección. Todas son muertes que Israel niega o declara accidentales. Pero el asesinato de siete cooperantes de World Central Kitchen, la ONG del cocinero español José Andrés, ha sido la gota que ha colmado el vaso y ha levantado una ola de consternación y duras críticas de muchos líderes mundiales. En los últimos días, Israel ha abierto una ruta de entrada a la ayuda humanitaria a Gaza y anunciado que retira sus tropas del sur de la región.
Es importante recordar que no resultan más condenables los ataques porque las víctimas sean canadienses o polacas en vez de palestinas, sino porque los trabajadores humanitarios no pueden ser un objetivo militar. Aunque sin duda todas las vidas valen lo mismo, es especialmente sangrante disparar sobre personas dedicadas a acercar comida y medicamentos a los que sufren. La obligación de protegerlos, recogida en los Convenios de Ginebra, se extiende a todos los Estados, y sin embargo es ignorada constantemente en muchas partes del mundo. También en Gaza, donde el goteo de atrocidades contra personal humanitario es constante.
Los principios de Ginebra no son los únicos que quedan en papel mojado al estrellarse con la realidad. Hace dos semanas, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobó por fin una resolución exigiendo un alto al fuego en Gaza durante el mes de Ramadán. El texto requería explícitamente el cese temporal de las hostilidades, e incorporaba el mandato de liberar a todos los rehenes retenidos de manera inmediata e incondicional. Es esta mención la que ha logrado salvar el veto que Estados Unidos había usado hasta tres veces y cambiarlo por la abstención. La paciencia del presidente Joe Biden también parece estar agotándose ante los excesos de Benjamin Netanyahu.
Estas resoluciones son una de las pocas herramientas verdaderamente vinculantes en Derecho Internacional. La Carta de las Naciones Unidas, que los 193 Estados miembros han ratificado, es clara: las resoluciones del Consejo de Seguridad son dictámenes, no recomendaciones. Bien es verdad que, una vez más, lo que blanco sobre negro no deja lugar a dudas, en la práctica se vuelve gris. Hay cientos de resoluciones que no han sido implementadas, y la de la pasada semana parece destinada a unirse a la lista. Es un estrepitoso fracaso del sistema multilateral internacional y cuestiona seriamente la credibilidad de las Naciones Unidas.
Es comprensible que un espectador con una mínima sensibilidad se pregunte por qué existen reglas que no se aplican de igual manera para todos y los poderosos pueden ignorar. Por qué parece que los políticos con poder de decisión solo se activan cuando los funerales son en casa. La ONU es el mayor foro para la resolución pacífica de conflictos, con vocación universal, pero gran parte de su relevancia viene dada por la respetabilidad que proyecta. Su secretario general, António Guterres, es muy consciente de ello cuando dice que sería imperdonable que el alto al fuego no se termine implementando. Y es que si el Derecho Internacional no es más que una lista de buenas intenciones, verdaderamente no hay derecho.
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