Mientras una docena de los mejores peloteros cubanos batallaban con sus respectivos equipos a lo largo del mes de octubre, en la postemporada de las Grandes Ligas, la selección nacional de la isla sufría otro estrepitoso ridículo en los Juegos Panamericanos celebrados en Santiago de Chile.
No sólo se trata de haber quedado en sexto lugar, sino de haber caído de manera tan rotunda en un evento de bajísimo nivel competitivo, a pesar de llevar un equipo bastante parecido al que meses antes había ocupado el cuarto lugar en el Clásico Mundial.
La otrora poderosa pelota que se jugaba en la Mayor de Las Antillas hace rato tocó fondo, tras un largo proceso de erosión, que comenzó en 1962, cuando Fidel Castro eliminó el profesionalismo en el deporte, proclamó “el triunfo de la pelota libre sobre la pelota esclava”.
En realidad, despojó a Cuba de dos terceras partes de su poderío en el béisbol, el pasatiempo nacional de la isla, y esclavizó a los deportistas para sus fines de propaganda ideológica.
Antes de la llegada al poder de Castro, Cuba gozaba de la segunda mejor liga de béisbol del mundo, detrás de las Grandes Ligas de Estados Unidos.
La liga profesional cubana había surgido en 1878, cuando la isla era aún colonia de España, y desde allí se expandió el béisbol por otras naciones del Caribe, como República Dominicana, Puerto Rico y Venezuela.
Además, era el principal y casi único emisor de peloteros extranjeros a las Mayores, rey de las Series del Caribe, nacidas en La Habana en 1947 con la participación también de los clubes campeones de las ligas profesionales de Puerto Rico, Venezuela y Panamá, y en las cuales, los equipos de la Mayor de Las Antillas ganaron siete de sus primeras 12 ediciones.
Era tal el nivel del béisbol cubano, que La Habana estaba abocada a ser sede de la primera franquicia de Grandes Ligas fuera de territorio estadounidense, los Cuban Sugar Kings, del empresario Bobby Maduro, que pertenecían a la Liga Internacional de la Florida, en Triple A, y pujaban por subir un escalón más, bajo el lema “Un pasito más y llegamos”.
Para que se tenga una idea del desarrollo y proyección del béisbol cubano, vale destacar que, en 1871, el habanero Esteban Bellán, quien estudiaba en Estados Unidos, se convirtió en el primer latinoamericano en jugar béisbol profesional en las Grandes Ligas.
Otro cubano que también vivía en Estados Unidos, Chick Pedroes, jugó en las Mayores en 1902, junto al colombiano Luis de Castro, pero ya en 1911, las franquicias norteamericanas van a la isla en busca de talento y los Rojos de Cincinnati firman a Armando Marsans y a Rafael Almeida.
Después vinieron Adolfo Luque, Miguel Ángel González y decenas de peloteros más, además de los que, impedidos de jugar en Grandes Ligas por el color de su piel, lo hicieron en las poderosas Ligas Negras, como Martín Dihigo, José de la Caridad Méndez y Cristóbal Torriente, los tres exaltados al Salón de la Fama de Cooperstown.
Pasaron tres décadas para que un jugador no cubano llamara la atención de los clubes de Grandes Ligas. Fue el jardinero mexicano Mel Almada, quien vivía en Los Angeles, California, donde lo firmaron los Medias Rojas de Boston en 1933.
No fue hasta 1939 que llegó el primer venezolano, el lanzador Alejandro Carrasquel, quien había ido a jugar a la liga cubana y fue allí donde los scouts le echaron el ojo.
De haberse quedado en su natal Venezuela, probablemente jamás hubiera llegado a los Senadores de Washington, el equipo que lo firmó en La Habana.
En 1942, Hiram Bithorn se convierte en el primer puertorriqueño en las Mayores, tras debutar con los Cachorros de Chicago.
Y en 1956 aparece el primer dominicano, Oswaldo Virgil, con los Gigantes, que entonces tenían su sede en Nueva York, donde vivía este pelotero.
O sea, que los cazatalentos no fueron a sus países de origen a buscarlos, sino que aprovecharon que ya estaban en Estados Unidos, en los casos de Almada, Bithorn y Virgil, o en Cuba, como Carrasquel, para captarlos.
Y es que, en aquel entonces, las Grandes Ligas sólo miraban hacia la Mayor de las Antillas como fuente inagotable de talento extranjero.
El poderío cubano en el béisbol internacional no se limitaba al área profesional.
En las series mundiales amateurs, surgidas en 1939, Cuba ganó ocho de 15 hasta 1961, además de dominar los torneos de este deporte en certámenes regionales cuatrienales, como los Juegos Centroamericanos y del Caribe y los Panamericanos.
En 1962, se cortó el flujo de cubanos a las Grandes Ligas y las Series del Caribe entraron en una pausa de diez años.
Todo el talento beisbolero cubano se concentró dentro de la isla, sin posibilidad de exponerse en ligas foráneas.
Entonces, todo el poder se dirigió a las competencias amateurs, en las que Cuba barría a sus rivales.
Lo cierto es que los peloteros de Castro estaban lejos de ser amateurs, aunque el dictador insistiera en ese estatus.
Eran profesionales de Estado, dedicados a tiempo completo a la práctica del deporte, mientras formaban parte de la plantilla de empresas gubernamentales, a las que iban si acaso una vez al mes a cobrar salarios miserables.
Sus rivales eran verdaderos aficionados, peloteros universitarios de 19 o 20 años, sin la experticia de los antillanos, que luego llegaban de victorias pírricas a entregarles sus medallas al tirano.
El fin del profesionalismo implicó también una férrea censura en la prensa oficialista, donde estaba prohibido hacer cualquier referencia al deporte rentado.
La fanaticada cubana perdió entonces el derecho a enorgullecerse de las hazañas de sus compatriotas Tany Pérez, Luis Tiant, Tony Oliva, Mike Cuéllar, Bert Campaneris y Zoilo Versalles, grandes estrellas en las Mayores, pero absolutos desconocidos para el gran público de la isla.
Y a centenares de jugadores les impidieron el poder asegurar su futuro y el de sus familias, gracias a sus habilidades con las que hubieran podido triunfar en Grandes Ligas.
Los peloteros eran sometidos a una intensa y extensa presión, que incluía la amenaza de represalias a familiares de quienes osaran cruzar la línea.
Por 30 años fue así, hasta que, en 1991, el pitcher René Arocha aprovechó una estancia de una noche de la selección nacional cubana en Miami, para escapar en busca de libertad.
“Yo no vive a este país a jugar pelota. Yo vine a ser libre.
En Cuba de Grandes Ligas no conocíamos nada, si acaso un nombre, José Canseco, que en ese momento estaba haciendo cosas extraordinarias, pero ni la cara de Canseco sabíamos cómo era”, relató el lanzador en el documental “René Arocha, el Jackie Robinson cubano”.
Pero demostró que podía lanzar al máximo nivel del béisbol y su llegada a las Grandes Ligas con los Cardenales de St. Louis en 1993, les abrió los ojos a muchos en la isla, con lo que comenzó un éxodo, inicialmente a cuentagotas, hasta convertirse en el torrente actual.
Desde entonces, los cubanos han empezado a reclamar de vuelta su espacio en las Grandes Ligas, a pesar de que llegan por vías informales.
En los últimos 30 años, desde la clarinada de Arocha, peloteros de la Mayor de Las Antillas han copado varios premios como Novato del Año (José Fernández, 2013, José Abreu, 2014, Yordán Alvarez, 2019 y Randy Arozarena, 2021), Jugador Más Valioso (Abreu, 2020) y MVP de Serie Mundial (Liván Hernández, 1997), entre otros galardones.
Y aunque todavía son pocos, hacen mucho ruido y se convierten en figuras trascendentales en sus respectivas franquicias, en tanto, más de un centenar empuja en las Ligas Menores para tratar de llegar al máximo nivel.
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