Nada hay más degradante para la especie humana que la guerra. O lo que es lo mismo, la tradición de matarnos unos a otros. Ni en la prehistoria ni en la historia, ni siquiera en la Biblia, hay recuerdos de tiempos sin guerras. Creíamos que las guerras se acabarían con el desarrollo cultural que nos llevaría a la convicción de que no hay nada mejor que la paz y la buena convivencia para todos los ciudadanos.
Pero pasan los años, pasan los meses y los días y las guerras no se toman vacaciones. Hemos vivido recientemente unas décadas, pocas, confiando en que los sustos de la Guerra Fría pondrían fin a esa tradición nefasta del enfrentamiento armado a ver quién mataba antes y más, y la esperanza enseguida ha fracasado. Los Balcanes, Irak, Siria y muchas guerras menores a las que no hemos prestado atención nos frustraron la ilusión.
Ahora mismo, Europa -que para vergüenza propia es el continente con mayor tradición bélica- asiste a dos nuevas causando víctimas cotidianas para lo que no encontramos solución ni remedio. Estar unidos veintisiete países con intereses compartidos y ser el continente más desarrollado no es suficiente para que seamos incapaces de poner fin a lo que está ocurriendo en Ucrania y en Gaza. Y no es semejante fracaso lo peor.
Lejos de volcar todo el esfuerzo en la búsqueda de soluciones militares o diplomáticas susceptibles de recuperar la normalidad en las relaciones entre las etnias, las culturas y las religiones, la inquietud global de los europeos es que estamos evolucionando hacia una tercera contienda más alarmante, de proporciones universales. No hay dos sin tres y como en Europa ya hemos sufrido dos guerras mundiales, la situación de empecinamiento amenaza nada menos que con la tercera.
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