Una exmiss, militares retirados, abogados, enfermeras, profesores universitarios y abuelas se reúnen en los comedores sociales para poder almorzar en Maracaibo. Entre la mayoría es la única comida del día y quizá de la semana
Miss Zulia, señorita Isabel Martínez». La frase la dice en televisión nacional y en horario estelar el animador oficial del Miss Venezuela, Gilberto Correa. En la pantalla se ve a una mujer hermosa que camina con elegancia por la pasarela y sonríe. Era 1978, tenía 20 años y en ese certamen sus compañeras le dieron la banda de Miss Amistad.
Han pasado 46 años. Hoy la piel se le pega a los huesos. Su delgadez ya no es con el interés de medidas perfectas para concursar en un certamen. En este momento, la razón es que Isabel ya no come tres veces al día.
«Tengo una debilidad ahorita. No es baja de azúcar. Estoy débil por falta de comida».
La miss, como le dicen sus compañeros, forma parte de las 190 personas censadas en La Mesa de la Misericordia, un comedor social que se mantiene por el aporte de voluntarios que donan cada miércoles el almuerzo a los ancianos y personas con discapacidad, que se congregan en el garage de la iglesia Padre Claret, en Maracaibo.
En ese espacio hay 24 mesas formadas en filas con sus sillas y allí se sientan abogados, militares retirados, un hombre que fue actor de RCTV, exseminaristas, enfermeras, educadores, exdirectores de escuelas, abuelas que cuidan a sus nietos, personas que habitan casas de tablas o con paredes de lata y también las que viven en la calle. Todos van con el mismo objetivo: almorzar.
El menú de ese día es arroz chino y jugo de panela con limón. Para la mayoría puede ser la única comida del día. De hecho, Isabel, o la miss, como le gusta que la llamen, tiene un bolso grande y dice que allí guarda también la comida que consigue en la calle.
«A veces pido en la calle, a veces me dan pan, otros me dan vegetales. A veces la busco…».
Después suelta unas frases que alertan. «La gente está recogiendo de la basura de nuevo. Yo también. A veces hay cosas buenas que se pueden comer. A veces te tiran una bolsa y buscas y hay limones que se pueden usar, cebollas».
LA MISS, COMO LE DICEN SUS COMPAÑEROS, FORMA PARTE DE LAS 190 PERSONAS CENSADAS EN LA MESA DE LA MISERICORDIA, UN COMEDOR SOCIAL QUE SE MANTIENE POR EL APORTE DE VOLUNTARIOS
La sentencia de Isabel permite hacer una retrospectiva al 2017, cuando nació La Mesa de la Misericordia. Una de sus fundadoras vio cómo un hombre, un niño y un perro se peleaban por una bolsa de basura para quedarse con la comida que habían botado de un restaurante. Ese fue el impulso para reunirse con su hermana y amigas y ayudar a personas que estaban comiendo de la basura.
Desde ese momento han pasado siete años. La coordinadora Mariana Fernández de Araujo recuerda que entonces eran 50 voluntarios y quedan 12. «Hay beneficiarios que ahora son voluntarios».
Pararon durante la pandemia y ahora regresan con este apoyo porque vuelven a ver en la calle una realidad que comienza a dar las mismas señales de los años de gran escasez en el país y tres palabras resonaban con frecuencia: emergencia humanitaria compleja.
«Pareciera que volvemos a 2017. Ahora vemos de nuevo gente comiendo de la basura, pero ya no tenemos los mismos recursos de antes», dice otra coordinadora del equipo, Mónica Galué.
La especialista en Nutrición pública y Seguridad alimentaria, Susana Rafalli, refiere: «El empeoramiento que vemos se debe a que la inflación no baja, a que las remesas han mermado en monto y cantidad, y a las restricciones de los servicios públicos. La gente va a comer en otras partes por falta de servicios, de gas, de agua, de luz».
Considera que el abastecimiento de alimentos está bien, pero los precios son inalcanzables. «Por más que la gente tenga un trabajo y dos o tres tigres, no le alcanza para cubrir ni siquiera 40 % de la canasta alimentaria».
El hambre no discrimina
Isabel no siempre fue pobre. Es la cuarta de cinco hermanos, pero vive sola en un apartamento de un viejo edificio cercano a una de las principales avenidas de Maracaibo. Entre los años 70, 80 y 90, su familia tenía condiciones económicas privilegiadas y eso le permitió estudiar inglés y diseño de modas en Estados Unidos.
Sus padres tenían haciendas y fallecieron entre 1999 y 2001. Una década después comenzaron sus carencias y desde 2017 desfila por las calles en busca de algo para comer.
Hoy no tiene fortuna y sus ingresos económicos son solo los 130 bolívares de la pensión del Seguro Social y los 1.098 bolívares del bono de Guerra Económica. Esto equivale a 33 dólares mensuales, con lo que apenas puede cubrir 7,3 % de la canasta alimentaria en Maracaibo, calculada en abril en 448 dólares por la Cámara de Comercio.
«Con eso lo que compro es un pollo, latas de sardinas. Cuando se me acaban los bonos, vengo a los comedores», explica con voz pausada.
La gente está recogiendo de la basura de nuevo. Yo también. A veces en la basura hay cosas buenas que se pueden comer
Es la historia que se repite entre las otras personas que van a La Mesa de la Misericordia. Las que antes tenían trabajos estables, ahora no les alcanzan los ingresos para poder comprar comida todos los días. Son parte de la radiografía de un país donde el hambre no discrimina.
La miss no solo asiste los miércoles a La Mesa de la Misericordia. Camina 2,5 kilómetros los jueves desde su casa hasta el Hogar Clínica San Rafael y 600 metros los sábados a la iglesia evangélica Filadelfia para tener un plato de comida seguro. «Tengo que hacerlo así, porque si no, me muero de hambre».
Otras de las personas que van los miércoles a La Mesa, hacen lo propio los demás días de la semana. Tienen una hoja de ruta para asegurar el almuerzo: los lunes y martes a la escuela Carmela Valera, que atienden las Hermanas Agustinas, y el resto de la semana a los demás comedores.
Caridad que alimenta
Isabel es el rostro de millones de venezolanos vulnerables ante la incapacidad que tienen para comprar alimentos por sus bajos ingresos. Como el de ella, 89 % de los hogares del país padecen inseguridad alimentaria, la mitad no percibe ingresos suficientes para cubrir la canasta alimentaria y están en situación de pobreza extrema, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi) 2023.
Y esa data también es el reflejo de José Martínez, un capitán asimilado de la Aviación Militar, que come de la caridad. De lunes a sábado acude a la escuela Carmela Valera, ubicada en la calle Cecilio Acosta, para almorzar. Las religiosas donan sopa toda la semana y le agregan alguna proteína.
«Cada día empeora más la cosa. Mis hijos se fueron al exterior, viven en Houston y Boston (Estados Unidos). Ellos me ayudan, pero me alcanza para lo necesario. Estiro lo que me dan y me ayudo con los almuerzos aquí», comenta Martínez, de 69 años, mientras guarda en un bolso la taza con la sopa que le sirvieron.
LAS PERSONAS QUE VAN A LA MESA DE LA MISERICORDIA TIENEN UNA HOJA DE RUTA PARA ASEGURAR EL ALMUERZO: LUNES Y MARTES A LA ESCUELA CARMELA VALERA, QUE ATIENDEN LAS HERMANAS AGUSTINAS, Y EL RESTO DE LA SEMANA A LOS DEMÁS COMEDORES.
Martínez sirvió 50 años en la Fuerza Armada Nacional. En 2013 renunció. Desde entonces, solo percibe su salario —dijo—, que equivale a 15 dólares mensuales. «Jamás pensé estar aquí buscando comida. Jamás lo pensé», reflexiona.
Lo mismo le ocurre a Juan Monsalve, de 42 años, quien trabajaba con el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) y ahora le toca cuidar carros en los establecimientos para tener algo que llevar a su casa. Vive con su hermana.
«Me retiré cuando se murió Chávez y hace siete años vengo a los comedores. El chavismo solo se llena los bolsillos y no ayuda a la gente», reclama.
Maternar desde la necesidad
En la fila para entrar a La Mesa de la Misericordia, el miércoles 22 de mayo, está Clara Giral, de 67 años. A su hijo de 34, que vive con ella y no consigue trabajo, le dio un infarto hace unos días y está desesperada.
«No tenemos dinero, él está enfermo, yo estoy enferma. Vine a buscar el almuerzo y ayer no pudimos comer nada, antes de ayer tampoco. Ya no me acuerdo».
Le sirvieron ese día arroz con pollo, arroz con leche y café. También le enviaron comida a su hijo. «Lloro porque me veo como estoy, yo no era así, pero esto es lo que hace el hambre y la debilidad. Es triste decir que me volví una pedigüeña».
En otra mesa están sentadas Chavela Gómez, de 61 años; Érika López, de 70; Emérita Tafur, de 75, y María Monte, de 72. Van los miércoles a comer y a conversar como las amigas que ya son.
Chavela vive con su hermana, a la que cuida; María dice que vive sola; Érika con 4 nietos menores, la más grande de 15 años y el menor de 4, y Emérita, con dos nietas de 18 y 14.
Las dos cuidan a sus nietos porque sus hijos migraron y se los dejaron. Este día aprovechan para comer en La Mesa de la Misericordia y repartir lo que queda entre los nietos. «Una boca menos allá», dice Érika.
Porque detrás de cada una de las personas que van a los comedores sociales a que les donen el almuerzo hay una historia de necesidad y falta de alimentación. Las coordinadoras del comedor coinciden en que antes tenían familia y ahora están solas. Son los rostros del hambre.
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